Ж:
La mujer se llama Lorena o tal cosa me ha parecido escuchar.
Divísola yaciente en un balcón contiguo, retorciéndose en una cama de vidrio,
besando un objeto acarminado, orgánico… Bien pudiera ser una placenta o bien
formar parte del atrezo de un filme doliente. Desde el fondo de la gran
avenida, emerge el sonido de la sinfonieta
de clarinetes… 97 ó 98 instrumentos constituyendo al unísono un colchón
procesional, con la letanía de los parroquianos próximos y alaridos de un gentío
adyacente. Ellas están ahí. Son ciento y la madre luciendo su cuerpo pintado de
consignas, salpicaduras de aorta. Ruegan por la vida de Laura o Lorena o Lana…
la mujer de aquí al lado, revolviéndose en el pavimento punzante… Ruegan no por
que sobreviva, si no por que pueda formar parte, con salud y sentimiento, del
desmoronamiento del régimen.
HAN CONSTREÑIDO el aborto con demasiada prisa
–el aborto clínico, digo.
En cada portal y en cada
isleta de asfalto, la metrópolis se ha quedado sin sangre que escupir. Algunos
legisladores sienten una total indiferencia hacia la vida. Tan sólo quieren
restringir:
el plástico en el sexo…
…la materia no biológica…
…el artificio acertado y
necesario para el goce de los individuos. Tan ajenos somos ya a nuestra condición
de seres de floresta; tan distantes de la no libertad de las aves, que vuelan
por las estrechas celdas del frío y del calor.
Quiero –se dice «quiero» en
multitud– una marca de mi mano en vuestros bastimentos y que los encargados no
logren limpiar las señales de los dedos en el cristal.
Quiero –siempre
construyendo una boca tan colectiva que el individuo siente miedo–, quiero enseñaros
mis muslos cáusticos, fabricados en algún arrabal con la misma sustancia poemaria que pretendéis engullir.
Es cierto…
…la muerte no es un
sentimiento liviano, placentero… Pero no es tal el asunto de la prohibición.
Todo lo que se materializa más allá del muro corporativo ha de volver a la
primitiva fase de raíz, presa sin remedio del árbol hueco. El estado natural es
deplorable pero, con tal de que las torres continúen tan brillantes como
siempre, los aristócratas son capaces de cosificar a toda una cultura. Porque
sólo hay cosas en la floresta antigua.
Quiero –y los objetos no
dicen «quiero»– que la porquería quede reflejada en las paredes, en los lechos de
rojo irisado, en las verticales sin rumbo y sin persona;
quiero –y he aquí el
linchamiento de otra hueca ideología– una exhibición al aire, sin museo ni
corredores, de la piel y los miembros auto
esculpidos; del instrumental que al mismo tiempo funciona como arte, como
tratado y como lengua. Quiero que las marcas de los dedos y de las costillas y
de los cuerpos enteros no se desinfecten nunca, y anhelo también que tales
señales alcancen las paredes de los plenos para estrangular en sórdido lienzo a
los feudos, a los repúblicos, a los subsecretarios de tan episcopal violencia.